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Antonio Navarro,

miércoles, 20 de agosto de 2008

maestro luthier caroreño

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“Yo educo la madera, la acaricio, la quiero”


Luis Alberto Crespo

Revista Bigott nº: 41

Ene-Fe-Mar 1997







En un apartado barrio de Carora habita uno de los más célebres fabricantes de instrumentos de cuerdas de Venezuela. Confiesa que nunca ha tocado siquiera un cuatro, pero confía en su oído, en su amor a la madera y al conocimiento de la química y la física para crear esas joyas de magnífico acabado y estupenda sonoridad que reclaman los mejores ejecutantes del país.




Un sendero anda torcido sobre las quebradas y los cerros de arcilla que abandonan el aledaño de Aregue, el poblado blanco de las lindes de Carora. A ese rastro -más que a sendero la ruta se asemeja a la escarbadura que deja la pezuña de la cabra, frecuente en esos yermos como la tuna y el cardón- le dicen El paso de Baragua: porque por él se va -o se iba- hasta el otrora villorrio de tejado grande y tapia alta alzado en medio de un desierto espinoso que apenumbran el cují, la vera, el curarí y tantos árboles de madera recia y nudosa; encrucijada o caravancerrallo de las recuas y las reatas que hacían el trayecto desde el mar de Falcón hasta Caróra con el preciado recado de la sal y otras industrias de la tierra y del hombre de las que carecía el poblano baragüeño y el de los distritos Xaguas y Torres, cuya única generosidad se la daban -a más de la cabra- los aloes llamados cocuiza y cocuy, aquél generoso en la fibra de tejer cuerdas, sacos y enseres personales, éste en el jugo de un aguardiente solar muy estimado hasta por los falconianos, habituados a la exultación que promete el que se destila en los barrancos de Pecaya.

No se sabe cuándo tuvo aquel pensamiento:

"voy a ver si me gano unas nicas, unos

centavos". De eso hace ya mucho sudor.

De lo que si tiene noticias su memoria fue

que comenzó "a serruchar", como él mismo dice ahora, acodado sobre la mesa de su casa, en el barrio caroreño de Los Silos.


De esos montes puyudos y secos provino la infancia de un muchacho que se confundía con cualquiera de los muchos que aguijaban -o jopeaban- cabras, abatían torcazas y tortolitas, atormentaban lagartijas y cosechaban datos y lefarias, los frutos de los cardones que cambian en dulzura la pena de la espina. Allí, en tales valles hirsutos, nació y casi enseguida anduvo tras el padre laborando en los conucos de las vegas de las quebradas. Hacia rato que se llamaba Antonio Navarro, pero no ha de nacer todavía en el prestigio y en la fama de un arte, al que tardaría largamente en personificar y prestigiar, porque la única amistad que lo unía a la madera era la que le brindaba el madero de castigar perros y burros y la azada de rastrojar los carrascales y los sarmientos. Más tarde, cuando padezca de la adolescencia, cambiaría las diligencias del labriego por las del gañán -o mancoreto de bueyes-, siempre a la sombra del padre, en las haciendas vecinas de Carora, adonde llegara un día, después de vivir inclinado durante 34 años en esos achaques de roturador de potreros y sembradíos, sin ocurrírsele jamás tañer un instrumento de cuerdas que atemperara las calamidades del obrero campesino, siquiera un cuatro, o una música de silbos, si no.

Y murió el padre. Y fue hombre, es decir, conoció la soledad y buscó espantarla uniéndose a la mujer que le dio cuatro hijos, sólo que la muerte enlutó pronto el perseguido solaz. Viudo, tuvo que habérselas con los deberes de la crianza y la educación de su familia.

No sabe cuándo tuvo aquel pensamiento: “voy a ver si me gano unas nicas, unos centavos”. De eso hace ya mucho sudor. De lo que sí tiene noticia su memoria fue que comenzó “a serruchar”, como él mismo dice ahora, acodado sobre la mesa de su casa, en el barrio caroreño de Los Silos, donde habita, sin más adornos que un retrato del Libertador y una ristra de instrumentos de madera aún por nacer.


La única vez de un artesano.

Las primeras piezas que se atrevió a fabricar “unos cuatricos muy malos”, a los que cambió por 8 bolívares. Nunca buscó quien lo enseñara. Cuando intentó hacerlo le respondían que “eso se aprendía solo”. - No tenía patrón, ni maestro. Yo mismo diseñé mis patrones. Hice un cuatro mediano y otro pequeño.

Y aunque desconocía la destreza del instrumentista gozaba de un finísimo oído. Tales dones le ayudaron a buscar mayor pureza en el sonido de sus primeras creaciones. Pensaba en los solistas. Las afinaba con terquedad y paciencia.

Un año tardó para tener nombradía en el arte de la fabricación de instrumentos de cuerdas. Enviaba sus cuatros a Caracas. Y esperaba. - Unos de los primeros en probar mis cuatros fueron Freddy Reyna y Oscar Martínez. Eso sucedió entre 1974 y 1975. Apenas tenía cuatro meses fa- bricándolos. Hizo también un tiple. Se lo regaló a Arseni Colombo, el sobrino de Pedro Pablo Aldana, el famoso fabricante de cuatros, “para que fuera a hacer promoción con él”.

Tardó catorce años investigando la guitarra. Hizo muchas, pero ninguna lo contentaba. “Uno no llega nunca al final”, dice sin reparar que a estas horas de su vida su oficio no sólo lo ha convertido en un admirable artesano sino también en un filósofo de varia institución. El maestro Alirio Díaz registró una de mis guitarras y me prometió venir a buscarla un día.

Como nunca soslaya el reto de crear un nuevo instrumento, se dio a fabricar por entonces una mandolina. Se la dio a Gregorio González, “buen músico”, para que la hiciera conocer más allá de los cerros de Carora. Los bandolinistas loaron su excelencia. Y el filósofo que lo asiste vino de nuevo a su palabra: “El que no da no recibe. El hombre egoísta muere pobre y enterquecido”.


Una cultura a la intemperie.


Apenas estudió segundo grado. Su educación -a más de la que recibiera de su oído y de sus manos- se la debe a Blanca Montillo, “una mulata de pelo liso: el viento se lo movía”. Ella le enseñó matemáticas, que él estima una de las principales exigencias para un buen fabricante de instrumentos de cuerdas, pues jura que sin ellas no se llegaría a nada en el oficio. “También son indispensables la química, la física y los conocimientos de la ingeniería forestal”. De esta última ciencia ha de aprenderse -dice- el conocimiento de los árboles, su edad, los hilos de la madera.



Tardó catorce años investigando la guitarra.

Hizo muchas, pero ninguna lo contentaba.

"Uno no llega al final", dice sin reparar que a estas

horas de su vida su oficio no sólo lo ha convertido

en un admirable artesano sino también en un filósofo

de varia institución.


El árbol hembra es mejor para fabricar instrumentos. Yo voy a un aserradero y veo cómo está cortada la madera. El mejor corte es el radial: los hilos están rectos.

Desordenado -aunque, en su caso, nunca desocupado- lector, ha frecuentado libros que refieren harta información sobre la fabricación de instrumentos de cuerdas, pero no se demuda cuando afirma que “yo ya había pasado por allí”; sin embargo, confiesa que le place fisgonear en los tratados de física y de química.

-La física entra por la temperatura. Leí en una biografía del gran Stradivarius que a la madera había que acariciarla y hasta dormir con ella. Comprendí que allí se estaba manifestando la física: si dejo la madera afuera ésta acapara humedad. Y se transforma en otra cosa si la cierro y la temperatura es inadecuada. No se puede cerrar, hay que sacarle toda el agua, menos la resina porque es su flexibilidad: la lubrica. Tampoco es necesario ponerla al sol: se deformaría. La propia madera se despoja de su humedad.

De la química ha aprendido que las sustancias para pulir y pegar madera no deben ser pegajosas. ‘Tienen que evaporarse y no pueden tener grasa ni aceite”.


En vez del palosanto y el abeto.



Alaba la madera europea del palosanto y el abeto. Con la primera fabricó un cuatro que le encomendó Cheo Hurtado, pero luego le hizo dos de roble.






-Sonaron mejor los de roble. Es que aquí se encuentran maderas mejores que la del palosanto, como la del gatíao y el paloblanco. El que quiera fabricar instrumentos de primera tiene que usar esas maderas. El cedro y la caoba son muy buenas maderas, pero muy superiores son aquéllas. Habla de sus creaciones como si fueran hijos. Se refiere a ellas como si tratara con personas y se atrista cuando se las traen deterioradas, enfermas, prefiere llamarlas. “Yo educo la madera, la acaricio, la quiero”.

- Mire; ningún instrumento es igual a otro. Si cierro uno a 39 grados, otro a 32 y el de más allá a 30 sus sonidos serán diferentes. Además, hay momentos determinantes para que un instrumento sea mejor que otro. Cuando Paganini estaba de mal humor o contrariado no tocaba lo mismo que cuando estaba contento.

Elías, el hijo que lo ayuda en el minúsculo y rústico taller, se atreve a intervenir en la conversación para confesar -sin que el padre lo corrija- que “uno debe hacer sus instrumentos como si fueran para uno. Si no tuviera que venderlos no los vendería”. También confiesa que el instrumento que fabrica sigue siendo suyo aunque esté en manos del músico que lo ha adquirido.


El cuatro es lo que más se vende.


Una chuchuba -la paraulata caroreña- se ha puesto a salmodiar en un cují cercano. La brisa sopla fuerte allá afuera y el sol del mediodia le da batalla entre las ramas. Los hijos más pequeños del maestro luthier llegan presurosos de la escuela, como si la luz los estuviera persiguiendo. La trastadura de varias guitarras asoma su osamenta en la penumbra. Algo canta allá afuera. O murmura. O gime. Nos hemos quedado mirando unos cuatros recién nacidos, alineados contra la pared y Antonio Navarro despierta de su pequeña pausa.

- También he hecho bandola. Anselmo López tiene una. Saúl Vera suele visitarme. Sigo haciendo bandolinas. Recuerdo que unas de las primeras que hice se la vendí a Florentino Valderrama, el mejor bandolinista oriental. Y muchas para las estudiantinas. Pero lo que más se vende es el cuatro. No sé cuántos he hecho. Me levanto a las 5 de la mañana y a veces me dan las 8 y 9 de la noche trabajando. Nunca he fabricado laúdes, pero podría hacerlos: el interés de tener algo lo hace a uno audaz. En un recodo descansa un quinto tamunanguero, al que nada más le faltan la muñeca y la voz de Pío Alvarado, el gallo pinto de Curarigua, para que sea absolutamente perfecto. Contesta que tarda “como dos días” en fabricar un cuatro y que puede construir quince en un mes. Que emplea tres tipos de madera, aunque se pueden hacer con un solo tipo, cedro, pino, caoba o palosanto. Que la guitarra requiere de cuatro tipos: el pino, el palosanto, el ébano y el cedro. Y lo mismo la bandolina. - Yo podría fabricar muchos más cuatros pero no serían estéticamente ideales, aunque el sonido sea el mismo. Saco tres guitarras al mes trabajando quince días. Es el instrumento más difícil. Es muy incómodo. Otro instrumento difícil es la mandolina, pero nunca como la guitarra.

La música de una viajero inmóvil .

El mediodía arrecia. La modesta casa de Antonio Navarro pareciera sufrir los embates del perenne verano caroreño. La chuchuba ha enmudecido. No así el viento y la luz, que suenan su guerra en el cují. No queda ni una sola nube en todo esto: nada más que el ardimiento arriba y en la tierra como una devastación.

- ¿Ha viajado alguna vez, maestro, ha salido alguna vez de Carora?

- Me han invitado a dar talleres, pero yo no me sé explicar. Conozco a toda Venezuela. Me llamaron para darme el premio “Luis Zambrano”, pero yo no puedo abandonar mi familia. Se lo ganó uno que hace energía solar.

- ¿Y al extranjero? -

Una vez me invitaron a Japón. No quise ir. Allá tiembla mucho. No vaya a ser que me caiga una casa encima.